Cuando se pierde una amiga querida como lo fue Lillian Interiano
para mí, hay que hacer un balance de las realidades de la vida.
Tuvimos una amistad por casi treinta años, experimentamos sucesos
preciosos y tragedias en ambas familias, la muerte de nuestros esposos,
el casamiento de los hijos, el nacimiento de los nietos, cambios de
salud, diferentes domicilios y trabajos (ella vivió en México y en
Tegucigalpa, además de San Pedro Sula), labores pastorales en con-
junto, amigas comunes y muchas otras cosas más.
Para mí fue como una hermana espiritual. Hablábamos el mismo idio-
ma. Trabajamos en Cursillos de Cristiandad y en Talleres de Oración
y Vida. Fue una mujer muy especial, amante del servicio a los demás,
incansable, preparada, sensible, con autoridad para hablar (en el grupo
la llamábamos la Reverenda), fuerte, con un testimonio de vida impe-
cable.
Dentro de todas las cualidades que Lillian tenía debo destacar dos
en especial: su sencillez y su humildad. No era persona rebuscada,
lujosa ni aparatosa, ni escandalosa. Ella no necesitaba mucho, nunca
le preocupó quedarse sin medios económicos, lo único que am-
bicionaba era que sus hijos y nietos estuvieran bien y fue generosa con
todos ellos. No le gustaba aparentar, era auténtica. Fue una mujer a
imitar, un ejemplo contagioso, convincente que el cristianismo se puede
vivir diariamente y que regala felicidad.
Decía al principio que hay que hacer un balance, porque cuando se
ausenta una persona de tal estatura moral y religiosa todos perdemos.
Pero nosotros no tenemos la última palabra, Lillian vivió una vida
larga, feliz, productiva, sembró y cosechó a tiempo, dejó una trayectoria
luminosa. Ahora es tiempo que ella descanse, que el Señor maravilloso
que nos creó la recoja y la atienda con ternura y cariño. Estoy más que
segura de que hay una morada especial en el cielo para ella y que ya la
está gozando y disfrutando.
Sus hijos, nietos y parientes han recibido una herencia sin igual, un
tesoro invaluable con la clase de vida que dibujó Lillian y sé que sus
bendiciones no dejarán nunca de derramarse sobre todos ellos.
Durante la ceremonia final, el P. Edgardo Grimaldi dijo que las lágrimas
son amargas y dulces. Amargas porque perdemos la presencia física
de las personas queridas, y dulces porque nos alegramos por ellas,
porque alcanzan la felicidad mayor de contemplar el rostro divino de
Aquel que tanto nos ama.
Esto es lo más importante, con la muerte empieza la verdadera
felicidad y Lillian está ya gozando de ese maravilloso gozo y debemos
sentirnos nosotros también jubilosos. Hasta luego, Lillian... Te quiero
mucho...
Octubre 2008.
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