Una de las ceremonias que más me gustan son las de matrimonios
religiosos. Como la familia es tan importante en la vida de las
naciones y en los momentos actuales no está en su mejor apogeo, me
parece que las parejas deberían tener un concepto claro y profundo
de lo que significa en realidad el compromiso de casarse.
En las iglesias y en los salones de fiesta podemos contemplar todo
muy bien arreglado, las flores bellísimas, los adornos impresionantes,
el vestido de la novia precioso y así muchos otros detalles sencillos o
lujosos, dependiendo de la posición económica de los contrayentes.
Sin embargo, nuestra sociedad actual está pasando por una de las
pruebas más grandes de decadencia: la crisis en los matrimonios. La
fuerza de un pueblo está en la familia y el matrimonio es la piedra
fundamental en la que se basa el hogar.
Las parejas parecen no darse cuenta del verdadero propósito del
matrimonio, no saben para dónde van ni qué se espera de ellas. El
esposo, por lo general, no pierde oportunidad de serle infiel a su mujer;
exige el salario completo de la esposa para ayudar con los gastos del
hogar; no coopera en los quehaceres domésticos; no interviene en la
educación de los hijos y las decisiones las toma él solo.
La mujer, a su vez, atrapada entre el hogar y la oficina (cuando trabaja)
no puede muchas veces cumplir a cabalidad ambos roles, pero como
es independiente ella no teme quedarse sola cuando se le reclama algo
y van los dos caminando hacia el divorcio y la desintegración familiar.
Tanto el hombre como la mujer no se dan, no se sacrifican uno por el
otro; el amor propio o interés personal está por encima de la felicidad
del cónyuge.
El vínculo matrimonial es una institución divina que busca la felicidad
de las parejas, viviendo en unidad de metas, en armonía gozosa y en
intimidad compartida.
En la relación matrimonial cada uno tira por su lado, no hay co-
municación, ni intimidad. Frases como esta son comunes hoy en día:
“hazte tú las cosas, no tengo tiempo, no quiero hacerlo, no me importa
tu bienestar, quiero hacer mi vida solo, te guste o no...”. Y además los
gritos y las amenazas.
Un matrimonio así no es feliz; podrán vivir juntos en la misma casa
pero es como si viviesen lejos uno del otro.
¿Qué le falta a su matrimonio? ¿Por qué se está usted alejando de su
pareja? ¿Qué debe hacer para cambiar esa situación y encontrar la
felicidad conyugal que soñaron cuando se casaron?
Su matrimonio necesita intimidad; no la intimidad como relación sexual
únicamente sino la intimidad equivalente a compartir, que es algo mucho
más satisfactorio y profundo.
Compartir es la clave, la llave de oro, el elemento esencial en las
relaciones matrimoniales, porque es darse uno al otro y allí mero está
la intimidad.
Al darnos estamos regalando, transmitiendo parte de nosotros mismos
a nuestro esposo o esposa, sin esperar nada a cambio. Y esto es el
verdadero amor, el que se interesa por la felicidad del otro.
Compartir, darse, amar son los pasos para recorrer la vida conyugal
en los buenos y malos tiempos, para unirse en incontables momentos
gozando y haciendo cosas juntos, para latir en un solo corazón, para
ser los dos una sola carne y un solo espíritu.
Qué duda cabe que la intimidad basada en el compartir implica sa-
crificio. Es pensar en términos de nosotros y no de uno solo. Es olvidar
mi yo egoísta y ver qué le conviene más a mi esposo(a). Es enterrar los
sentimientos mezquinos para el bien del matrimonio. Es nunca pensar
en el divorcio.
Monseñor Fulton Sheen decía que para casarse se necesitan tres: el
hombre, la mujer y Dios.
Si Dios es el centro y todo gira alrededor de Él en el matrimonio, no
habrá fuerza humana que los separe o destruya. Él los hará uno y
vivirán llenos de amor e intimidad.
Vivamos dispuestos a vivir en intimidad, a donarnos y a amar
altruistamente. Que la felicidad del otro sea nuestro único objetivo.
Con esta actitud usted se sentirá realizado y verdaderamente feliz...
Agosto l996.
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