Todos los padres o casi todos nos ponemos muy contentos y
experimentamos un enorme regocijo cuando nos nace un hijo en
el hogar. A medida que va pasando el tiempo concebimos grandes
esperanzas en cuanto al futuro de nuestros hijos y confiamos en que
tendremos una cordial y cariñosa relación con ellos.
No obstante, esa armonía dura poco. Casi en el momento en que
nuestro hijo y nosotros hemos aprendido a vivir juntos y nosotros con
él, llega un momento en que toda esa dulzura se termina. Aquel niño
atento, obediente y cooperador en todo sentido, de repente se vuelve
poco comunicativo, irascible, solitario y desconocido.
¿Qué pasó, qué le sucedió a nuestro niño?
Esta personita de dónde ha salido, ya no la conocemos, no la
comprendemos.
En este instante en que el padre o la madre se sienta ignorado,
frustrado o alejado, en que parecen hablar idiomas diferentes y sientan
la tentación de hacer lo mismo, de pagarle con la misma moneda, es
cuando más se necesita la comunicación.
El adolescente quiere mandar, tener la última palabra, imponer su
voluntad. Y el padre insiste en enseñarle lo correcto y lo mejor. Puede
suceder que ninguno de los dos quiere ceder en su posición, admitir
que el otro tenga razón y termine en una lucha de voluntades. Mucho
cuidado con esta actitud, la relación entre padres e hijos debe basarse
y fortalecerse en una relación de amor. El adolescente necesita un
campo de prueba, un lugar para practicar su independencia, alguien a
quien retar pero que considera un opositor valioso, alguien cuya
sabiduría él respete, cuyo juicio estime y cuya admiración le gustaría
lograr.
Si como padres recordamos esto, podremos conservar nuestro
aplomo, sostenernos en nuestro lugar, ser amorosos pero no débiles,
fuertes sin exigencia, comprensivos pero no entregados ciegamente o
permisivos, según Martha Smock. En esta época moderna existen
numerosas tentaciones que hacen actuar a los jóvenes de un modo no
aceptable a los padres. Por ejemplo, amigos raros, salidas frecuentes
desconocidas, adicción a internet o sus juegos, actitudes sospechosas,
malas notas en el colegio, etc., en que el padre siente que le es imposible
aprobar o condonar las acciones de su hijo. Muchas veces si el deseo
de los padres de que el hijo actúe de manera aceptable es grande,
mayor es el del hijo de tener la aprobación de sus padres.
Los adolescentes no quieren identificarse con el fracaso, la crueldad,
la ignorancia o la fealdad. Quieren vivir en un mundo lleno de significado,
de principios en donde la gente sea feliz y amable. Algunas veces los
padres están continuamente regañando y corrigiendo a sus hijos. El
adolescente necesita visión, su futuro, verse a sí mismo desde un punto
de vida correcto. Puede que tenga un sentido de fracaso acerca de sí
mismo porque le señalamos faltas continuamente. Aquí es donde somos
nosotros los que necesitamos visión.
Tenemos que pensar en nuestros hijos, ante todo, como hijos de
Dios, como seres espirituales. Debemos recordar que son almas
atraídas a nosotros por alguna razón. No por casualidad somos sus
padres o es nuestro hijo. Dios nos ha dado la responsabilidad de cuidar
y proveer a nuestros hijos durante sus años de crecimiento en un sentido
real. Hagamos lo mejor...
Junio 2011
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