No hay época que me alegre más que los tiempos de Adviento y Navidad. Anticipadamente, empiezo a regocijarme sólo pensando en la conmemoración de la venida de Cristo al mundo hace 2000 años y las consecuencias que se han derivado de dicho suceso. Y no solamente me alegran las celebraciones, los colores brillantes, los regalos, los villancicos, los nacimientos y los árboles decorados, la multitud de luces, el movimiento de las personas en las calles y en las tiendas, las iglesias repletas de fieles, las campanas y los ángeles, las lecturas de la Sagrada Escritura. También mi alma y mi corazón se gozan enormemente porque puedo experimentar en mis ocupaciones diarias un fuego interior, un amor oblativo, un deseo vehemente de compartir, una necesidad de servir y aliviar al necesitado, un estado anímico que no lo observo en ninguna otra temporada. Me dan ganas de reír estrepitosamente, de brincar, de bailar, de cantar, de abrazar y besar a las personas, de gritar a los cuatro vientos las maravillas de la creación y de agradecer los regalos con que nos obsequia continuamente ese Padre amoroso que es nuestro Dios. El tiempo de Adviento es tiempo de preparación, de esperanza y de espera pero de una corta y alegre espera para llevarnos a conocer realmente a Jesús. Cuando seguimos paso a paso la historia del Mesías y meditamos en el significado de su venida, se aviva nuestra fe, la esperanza crece, penetramos en el gozo íntimo del amor y de la gracia de Dios y se efectúa la verdadera realización de la persona; dicho en otras palabras, vivimos en armonía con el Señor y sus planes.
Aprovechemos entonces esta fiesta litúrgica para experimentar sentimientos nobles y santificantes que reflejen que somos cuna fértil para el advenimiento del Cristo prometido. En primer lugar, experimentemos sentimientos de gratitud. Demos gracias por el cumplimiento de las promesas del Viejo Testamento, por la venida del Salvador, por su nacimiento humilde y por su carácter universal. Tengamos sentimientos de arrepentimiento. Eliminemos todos los obstáculos o pecados que impidan la circulación de la corriente sobrenatural de la gracia. Una limpieza moral y espiritual es condición indispensable para restablecer la comunicación de vida divina (confesión, arrepentimiento, propósito de enmienda). Revistámonos de sentimientos de humildad. Reconozcamos nuestra miseria y nuestras flaquezas. No somos dignos de que el Hijo venga a nosotros, mas confiamos en su bondad y misericordia. Llenémonos de sentimientos de gozo, de júbilo, y que broten desde la intimidad de nuestras almas para adorar al Rey de Reyes, al Hijo de Dios, a Emmanuel, al que tenía que venir, al único que tiene palabras de vida eterna. Sólo los corazones alegres verán al Enviado. Y, por último, practiquemos sentimientos de amor, de caridad y de servicio al prójimo, que son los favoritos del Padre. Los sentimientos de misericordia sustituyen y aventajan al ayuno, a la limosna y a la oración. Todo lo que hacemos por los demás se lo hacemos a Jesús. En todo momento estemos alegres... llenémonos de gozo y de regocijo... Noviembre, l999.
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