Como vivimos en el siglo por excelencia de las comunicaciones,
(de la palabra hablada y escrita, de la televisión, de los ruidos,
de la música), es difícil practicar el silencio y más difícil aún es
aquilatar su valor.
El hombre se distingue de los animales por el lenguaje. Es el único
animal que piensa. Pero lo contraproducente es que el humano habla
mucho, no sabe callar. Y no es más inteligente o mejor animal el hombre
elocuente que el reservado.
Así como debemos saber hablar, debemos practicar el arte de sa-
ber callar. No hay nada que oxide más el espíritu que una existencia
llena de palabras vacías e inútiles. El espíritu se alimenta con la lectura,
la meditación, la oración y el silencio.
Quiénes de nosotros como estudiantes, artistas, intelectuales, traba-
jadores, amas de casa, no hemos tenido la necesidad de buscar un
refugio secreto, silencioso, apartado de los demás, para poder estudiar,
pensar, inventar, planear o simplemente soñar.
Para hablar sabiamente deberíamos pensar y reflexionar toda palabra
antes de decirla. Cuántas veces nos hemos arrepentido de haber ha-
blado, pero nunca de haber callado. La palabra áspera que sale de la
boca no regresa jamás: es como la leche derramada o la piedra lanzada.
Y sobre todo sepamos callar. El silencio es oro, nos enseñaron en la
escuela. Yo diría que el silencio es más, es un brillante en bruto, sin
descubrirse.
El silencio es más elocuente que un concurso de oratoria. Oigamos
a los otros, sepamos escucharles sin acaparar la conversación; demos
nuestra opinión cuando nos la pidan sin monopolizar la plática
solamente por oírnos.
No obstante, hay un caso determinado en que debemos hablar,
cuando el silencio puede ser una cobardía, esto es, cuando critiquen
nuestros propios valores morales y convicciones sagradas sin tener el
valor de defendernos, o cuando critiquen a una persona condenándola
y nosotros sabemos que es falso. Entonces debemos hablar.
En resumen, hay que saber hablar y hay que saber callar a tiempo.
El silencio ha de valorarse como una virtud que ha sido olvidada y
enterrada y que hay que resurgir. Para hablar deberíamos tener difi-
cultad, como en abrir una bolsa para pagar. Finalmente, lo más impor-
tante del silencio es encontrar a Dios. Cuando nos despojamos de
todo ruido e inquietud y vaciamos nuestra mente, el Señor aparece
con su presencia y su mensaje.
Agosto, 2003.
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