Después de terminar un día de faenas lleno de sus problemas comunes, de decisiones, frustraciones, satisfacciones y de ruidos de teléfonos, aires acondicionados, abanicos, bocinas de automóviles, maquinarias, gritos o voces de personas, radios, televisiones, no hay nada más reconfortante que buscar un lugar tranquilo, acogedor y silencioso para vaciar nuestras mentes y encontrarnos con nosotros mismos. Como vivimos en el siglo por excelencia de las comunicaciones (de la palabra hablada y escrita, de la televisión, de los ruidos, de la música) es difícil practicar el silencio y más difícil aún es aquilatar su valor. El hombre se distingue de los animales por el lenguaje. Es el único animal que piensa. Pero lo contraproducente es que el humano habla mucho, no sabe callar. Y no es más inteligente o mejor animal el hombre elocuente que el reservado. Así como debemos saber hablar, debemos practicar el arte de saber callar. No hay nada que oxide más el espíritu que una existencia llena de palabras vacías e inútiles. El espíritu se alimenta con la lectura, la meditación, la oración y el silencio. Quiénes de nosotros como estudiantes, artistas, intelectuales, trabajadores, amas de casa, no hemos tenido la necesidad de buscar un refugio secreto, silencioso, apartado de los demás, para poder estudiar, pensar, inventar, planear o simplemente soñar. Para hablar sabiamente deberíamos pensar y reflexionar toda palabra antes de decirla. ¡Cuántas veces nos hemos arrepentido de haber hablado, pero nunca de haber callado! La palabra áspera que sale de la boca no regresa jamás: es como la leche derramada o la piedra lanzada. Es importante también considerar con quién hablamos para ponernos a tono con su nivel cultural.
Hay quienes hablan con la boca y con las manos, exagerando los ademanes para llamar la atención o sobresalir. Seamos cada uno nuestro propio yo, sin imitar a nadie, con palabras suaves y reflexionadas, tratando siempre de edificar. Y sobre todo sepamos callar. El silencio es oro, nos enseñaron en la escuela. Yo diría que el silencio es más, es un brillante en bruto, sin descubrirse. El silencio es más elocuente que un concurso de oratoria. Oigamos a los otros, sepamos escucharles sin acaparar la conversación; demos nuestra opinión cuando nos la pidan sin monopolizar la plática sólo por oírnos. No obstante, hay un caso determinado en que debemos hablar, cuando el silencio puede ser una cobardía, esto es, cuando critiquen nuestros propios valores morales o convicciones sagradas sin tener el valor de defendernos, o cuando critiquen a una persona condenándola y nosotros sabemos que es falso. Entonces debemos hablar. En resumen, hay que saber hablar y hay que saber callar a tiempo. El silencio ha de valorarse como una virtud que ha sido olvidada y enterrada y que hay que revivir. Para hablar deberíamos tener dificultad, como en abrir una bolsa para pagar. Finalmente, lo más importante del silencio es encontrar a Dios. Cuando nos despojamos de todo ruido e inquietud y vaciamos nuestra mente, el Señor aparece con su presencia y su mensaje. Octubre 2001.
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