El P. Arsenio Diez me acaba de regalar el libro Razones para Vivir, de José Luis Martín Descalzo, autor español muy reconocido. En uno de los capítulos de la obra dice lo siguiente: “Me ha conmovido la oración de una religiosa que le ora así a Dios: ‘No dejes, Señor, que colabore con el mal del mundo haciendo sufrir a los que me rodean. Haz que haga de puente entre tu amor y su realidad. Hazme oasis para que los demás puedan reposar un poco de su quehacer cotidiano. Hazme portadora de paz. Que, a pesar de mis limitaciones, mis razones, mis tensiones, puedas canalizar a través de mí un río que no se quede en mí y vaya a los demás’. Toda la oración es muy hermosa, pero a mí me ha impresionado especialmente su primera línea porque no es muy frecuente que seamos conscientes de esa terrible realidad: “Yo puedo colaborar a la extensión del mal en el mundo”. Y es que nos hemos acostumbrado a pensar que el mal del mundo es una cosa anónima, que está ahí y de la que nadie tuviera la culpa. El terrorismo, la violencia, el consumismo, la obsesión por el dinero, la adoración de la carne, el embotamiento de las almas, todo eso y mucho más nos parece que es algo que nosotros padecemos, pero con lo que no tuviéramos nada más que ver. Decimos: ‘¡Qué mal va el mundo! ¡Qué pena el tiempo que nos ha tocado vivir!’. Pero ni se nos ocurre pensar que nosotros pudiéramos ser corresponsables de ese mal que flota sobre nuestras cabezas. Pero sucede que el mal no es hijo de padre desconocido, ni es algo que el demonio fabrique de la nada, ni es una especie de virus que genere la sociedad, entendida así, genéricamente. El mal es hijo del hombre, de la voluntad del hombre. El mal es una suma de males fabricados por una suma de seres humanos. Somos los hombres quienes hemos inventado y creado el hambre del mundo.
Son compañeros nuestros a quienes asesinan en los callejones. Son hombres como nosotros quienes respiran el clima de violencia en el que todos colaboramos y en el que cada uno de nosotros ha echado su mayor o menor paletada. Es el hombre quien ha envenenado la naturaleza con sus gases tóxicos. El dinero no es un becerro surgido de las minas, sino un veneno consumido a diario, y a diario adorado por cada uno de nosotros. Si, sí, los hombres ––es decir, nosotros–– somos los autores, fabricantes, constructores, sostenedores del mal del mundo. Nace gracias a nosotros, por nosotros vive, de nosotros se alimenta; cada uno de nosotros puede contribuir a su aumento a poco que descuide el egoísmo de su corazón. Soñamos con hacer el bien y no sería ya poco que comenzáramos por no aumentar el mal. ¿Quién no ha hecho sufrir? ¿Quién no hace sufrir a alguien? Si, son nuestras cóleras, nuestras intemperancias, nuestras “geniadas” (esas que disculpamos diciendo: ‘yo soy así’) las que engendran la gran violencia del mundo, el clima arisco que respiramos y que nosotros mismos hemos alimentado. Ya sé que un hombre no debe vivir obsesionado por el mal. No hay, siquiera, que pensar en el mal más de lo justo. Pero no deberíamos ser tan ingenuos como para olvidar que ese mal puede ser un parte hijo nuestro”. Diciembre 2002.
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