Un monje santo vivía en el desierto, ayunaba a menudo y había abrazado la más abnegada pobreza. Lo tenían por santo, y se decía que era el hombre que estaba más cerca de Dios. Así parecía, porque se pasaba mucho tiempo en contemplación y diálogo con el Señor. Un día llegó a oídos del monje lo que la gente decía de él, y curioso le preguntó a Dios: ––Dime, Señor, ¿es cierto lo que la gente dice de mí, que soy el hombre más santo y el que está más cerca de Ti? ––¿De veras quieres saberlo? ¿Por qué estás tan interesado?, le preguntó Dios. El monje le contestó: ––No es la vanidad lo que me mueve a preguntarte esto, sino el deseo de aprender. Si hay alguien más santo que yo, debo ser su discípulo para saber acercarme más a Ti... Dios, entonces, le dijo ––Muy bien, baja por el sur del desierto al pueblo más cercano y pregunta por el carnicero del pueblo; él es el más santo. El monje se sorprendió mucho con la respuesta del Señor, pues en aquella época los carniceros gozaban de muy mala fama, pero obediente hizo lo que el Señor le indicó. Llegó al pueblo y observó al carnicero, no encontrando en él nada extraordinario. Al verlo, incluso llegó a dudar; le pareció de bruscos modales, algo malhumorado y observó con preocupación que cada chica hermosa que llegaba a la carnicería era mirada de forma “no muy santa” por el carnicero... Cuando terminó de atender a la gente y se disponía a cerrar el ne- gocio, el carnicero, sorprendido, le preguntó qué quería. El monje le contó lo que le había llevado a verlo, y el carnicero quedó más sor- prendido todavía. ––Mire, Padre, yo no dudo de su palabra, pero me sorprende mucho que Dios le haya dicho eso; yo soy un gran pecador y voy a la iglesia no con la frecuencia con que debería. Pero, en fin, mi casa es su casa... Y lo invitó a pasar y a comer con él. Luego entró en una habitación donde un anciano, acostado en una cama, recibió el cuidado del car- nicero, que le dio de comer en la boca y lo arropó con cariño para que durmiera. ––Perdone mi indiscreción–– le dijo el monje al carnicero, ¿es su padre? ––No. En realidad... es una larga historia. ––¿Podría contármela? ––A usted se la contaré, porque los monjes saben guardar secretos. Este hombre fue quien mató a mi padre. Cuando vino al pueblo mi primer impulso fue matarlo para vengarme, pero estaba viejo y enfermo, y sentí pena por él. Luego recordé a mi padre, que siempre me enseñó a perdonar, y decidí tratarlo con amor, como hubiera tratado a mi padre, si aún viviera. No está más cerca de Dios el que cumple prácticas de piedad o dedica mucho tiempo a realizar actos religiosos, sino aquel que ama y perdona incluso al que lo odia. Porque, quien obra así hace lo mismo que Dios. Anónimo. Abril 2007.
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MIMI PANAYOTTI BIENVENIDO
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