DEL DOLOR PROVIENE EL CRECIMIENTO
- Mimi Panayotti
- 1 dic 2021
- 3 Min. de lectura
La Licenciada en Psicología y Asesoramiento Jessie O’Neill es
co-fundadora y socia en la Clínica Acacia, una clínica psiquiátrica
en Milwaukee, Estados Unidos de América. Su vida es un ejem-
plo de superación, perdón y madurez después de problemas de alco-
holismo en su infancia y vida adulta. Dejemos que ella nos cuente:
“Cuando tenía treinta años estaba en bancarrota tanto espiritual como
emocionalmente. Mi matrimonio fallaba y estaba deprimida. Pesaba
demasiado y tenía dolores crónicos de espalda. Ninguna de las cosas
que me habían enseñado para hacerme sentir mejor funcionaba. Tenía
una casa grande, un automóvil lujoso, un esposo con éxito e hijos
perfectos; pero me sentía miserable.
Mis padres eran alcohólicos y no estuvieron mucho a mi alrededor
durante mi infancia. Pero yo percibí su ausencia como un mensaje de
que no era digna de su amor. Si lo fuera, me decía a mí misma en mis
razonamientos, mis padres estarían conmigo más.
Consideraba que tomaba licor “socialmente”. Aunque a veces pen-
saba que esto contribuía a mi problema de sobrepeso, nunca pensé
que tenía una adicción. Un día me quejaba con un amigo acerca de mi
peso y él dijo: “¿Has pensado alguna vez que puede que seas alco-
hólica?”
Me reí y dije: “Bueno, ¿no cree todo el mundo alguna vez que podría
serlo?” “No”, respondió él, y luego me preguntó si me gustaría asistir
a una reunión de Alcohólicos Anónimos (AA) esa noche. Y sucedió un
milagro: al momento de entrar yo a esa primera reunión de AA se
disipó mi deseo de consumir licor.
Hasta ese momento no había estado dispuesta a darle el título de
“Dios” a Dios. Al despertar espiritualmente en AA descubrí que era
imposible no creer en Dios.
Me estaba rehabilitando espiritualmente, así como también de mi
adicción.
Pronto pude ver y sentir el poder de Dios activo en mi vida. Un fin
de semana asistí a un retiro de AA en el cual hice un inventario de los
defectos de mi carácter para poder pedir a Dios humildemente que los
eliminara. Uno de los defectos que identifiqué fue la rabia que sentía
contra mis padres por lo que habían hecho y lo que habían dejado de
hacer.
El facilitador sugirió que escribiera una carta a mi padre y le dijera
todo lo que siempre había querido decir ––todo. “No tienes que en-
viársela; solo escríbela”. Así que me senté y abrí mi alma. Escribí y
lloré. Nunca envié la carta a mi padre, pero la guardé por muchos
años.
En un gesto de perdón comencé a concluir cada conversación con
un “te quiero, papi”.
Cuando comencé a hacer esto por primera vez, él colgaba el teléfono.
Luego, quizás después de un año, él empezó a gruñir: “Mmm”, y col-
gaba el teléfono con fuerza. Después de otro año comenzó a decirme:
“yo también” y a colgar con suavidad. Después de unos pocos años
en este proceso, me decía: “Yo también te quiero, mi amor”. Luego,
después de su muerte, supe que a menudo le había dicho a sus amigos:
“Mi hija y yo nunca colgamos el teléfono sin decirnos ‘te quiero’ el uno
al otro”.
En el proceso de perdonar y amar a mi padre pude amarme y per-
donarme por cualquier daño que causé a otros durante mi alcoholismo.
Ese fue un verdadero regalo para mí.
Estaba agradecida por haber sido llamada a hacer un esfuerzo para
perdonar a alguien que no podía, por alguna razón, ni siquiera llegar a
un arreglo conmigo. Y cuando murió mi padre, mi relación con él había
sanado. Durante la curación pude separar a la enfermedad de mi pa-
dre, y amarlo.
Ese fue un punto crucial para mí. Me di cuenta de que para poder
sentirme bien tenía que dejar ir la ira, perdonar y estar agradecida.
Encontré que la oración y el agradecimiento eran la abundancia en mi
vida.Sin importar si ha existido o no el alcoholismo en nuestras familias,
todos debemos perdonar.
De mi mayor dolor provino mi mayor crecimiento.
“Mis heridas y cicatrices se han convertido en mis mayores ventajas.
Y de la necesidad de sanar mis heridas, he llegado a saber que tengo
una línea directa inquebrantable con Dios”.
Marzo, 1999.
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